En la historia humana, uno de los mayores misterios es por qué, a pesar de compartir una misma raíz, lenguaje, cultura o fe, muchas veces los seres humanos tienden a rechazarse entre sí, a competir destructivamente, o incluso a odiarse. Esta falta de valoración mutua entre quienes poseen una identidad similar no solo conduce al fracaso colectivo y al sufrimiento, sino que también está advertida en varios textos sagrados. La Biblia, por ejemplo, nos brinda múltiples pasajes donde se subraya la importancia de preservar la identidad espiritual y cultural como protección frente a la desintegración moral y social. Uno de esos ejemplos es la advertencia de no casarse con las cananeas, que más allá de una visión exclusivista, puede interpretarse como un llamado a cuidar lo que nos une y no traicionar nuestra raíz por intereses pasajeros.
En Deuteronomio 7:3-4, Dios dice al pueblo de Israel: "No te emparentarás con ellas; no darás tu hija a su hijo, ni tomarás su hija para tu hijo; porque desviará a tu hijo de en pos de mí, y servirán a dioses ajenos...". Este versículo no se trata de una advertencia sobre la pérdida de una identidad espiritual que mantenía unido al pueblo. El peligro no era la cultura cananea en sí, sino la mezcla sin discernimiento que llevaría a Israel a olvidar su pacto, su historia, su unidad y su raíz..
Este principio tiene eco en la vida moderna. Cuando las personas desprecian o descuidan a quienes comparten su origen, su lucha o su fe, se rompe un lazo fundamental de solidaridad. El individualismo y la traición a la raíz común generan divisiones internas, fragmentan comunidades y fomentan la competencia destructiva. ¿Cuántas veces hemos visto a hermanos de sangre, vecinos de infancia o miembros de una misma etnia pisotearse unos a otros para ganar la aprobación de un sistema externo que ni siquiera los valora? Esto es, en esencia, el abandono de la hermandad por el espejismo del éxito individual.
Jesús mismo lo advirtió de otra forma: "Si una casa está dividida contra sí misma, tal casa no puede mantenerse en pie" (Marcos 3:25). La desunión interna es el principio de la ruina. En el fondo, quien no valora a su hermano, a quien le es parecido, está manifestando un rechazo profundo de sí mismo. Hay una herida que impide reconocerse en el otro, y eso condena al alma al aislamiento, al sufrimiento y a la desconexión.
Volviendo al Antiguo Testamento, cuando el pueblo de Israel se mezcló con culturas que no compartían su fe ni su sentido del bien común, cayó en la idolatría, en la injusticia y, eventualmente, en el exilio. Esa es la condena a la que lleva el olvidar quiénes somos y con quiénes compartimos ese origen.
Sin embargo, el mensaje bíblico no es simplemente conservador o de rechazo al "otro", sino que propone primero una unidad interna sólida antes de abrirse al mundo. Sólo quienes saben quiénes son pueden dialogar con otros sin perderse. Por eso, la falta de valoración entre iguales no es solo un pecado moral, sino una pérdida de potencia espiritual y desconexión con la matriz.
Valorar a quienes comparten una identidad similar --ya sea cultural, espiritual o histórica— no es un acto de exclusión, sino de sabiduría. Es reconocer que nuestras raíces tienen valor, que hay fuerza en la unidad, y que el desprecio entre hermanos solo conduce a la ruina. La Biblia nos enseña que olvidar esto nos aleja del propósito divino. Si queremos construir algo duradero, debemos empezar por valorar a quienes nos reflejan, pues solo así seremos capaces de reflejar al mundo la imagen completa de lo que fuimos llamados a ser y construir familias fuertes.
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