Nació con ojos que ya sabían. No de teorías ni fórmulas, sino de cosas más antiguas… como si su alma hubiese viajado antes por este mismo sendero. Desde niño observaba más de lo que hablaba, y ese silencio —ese que muchos temen— era su jardín interior. Un jardín donde las flores no eran de colores, sino de presencias. Donde cada pensamiento se sentía como una conversación con el cielo.
El mundo, sin embargo, tenía otro ritmo. Uno más ruidoso, más apurado, más hiriente. Y mientras él intentaba aprender con el corazón, los otros competían por ser escuchados, por tener razón, por acumular cosas que no llevaban consigo cuando cerraban los ojos por la noche.
La compasión se volvió rara. Un lujo. Un arte perdido. Como si al crecer, las personas olvidaran la ternura de su infancia y comenzaran a hablar con el lenguaje del miedo, del “yo primero”, del “no tengo tiempo”. Muchos cambiaron la sabiduría por la prisa, el alma por el algoritmo, y el amor por la estrategia.
A él no le salía fingir. Lo intentó, claro. Se puso trajes que no le quedaban, trató de encajar en estructuras hechas para otros. Pero algo dentro de él se rompía cada vez que lo hacía. Su cuerpo, su mente, su energía… le pedían volver. Volver a la raíz. A lo simple. A lo esencial. A ese jardín de silencio que le daba más respuestas que mil libros.
Tuvo visiones. Imágenes que venían en la noche, luces que cruzaban el cielo como mensajes de otros planos. No sabía si eran ángeles, memorias, advertencias o recuerdos de otra vida. Pero no le daban miedo. Eran parte del juego, señales que lo abrazaban cuando el mundo lo empujaba.
Tuvo que hacerse cargo de lo que no era suyo. Cuidar, sostener, silenciar su propio dolor para acompañar el de otros. Y eso lo desgastó, lo hizo dudar, lo volvió ermitaño del alma. Pero también, lo hizo más sabio. Porque quien cuida sin recompensa, sin ser visto, sin pedir, se convierte sin saberlo en un guardián. De otros. De sí mismo. Del amor verdadero.
El mundo afuera hablaba de éxito, de metas, de seguidores, de cifras. Pero él sabía que la verdadera abundancia era otra: la de estar en paz cuando nadie te aplaude, la de ver a un animal dormir sin miedo, la de compartir una mirada honesta sin palabras.
Las heridas lo hicieron más profundo. No menos humano. No menos capaz de amar. Sólo más selectivo. Más real. Aprendió que el amor no se busca, se revela. Que las conexiones verdaderas no se compran ni se fuerzan: ocurren, cuando las almas se reconocen.
Y aunque a veces le pesa el cuerpo, y aunque a veces el perro que cuida le jala la poca paciencia que le queda, sigue caminando. Porque su historia, aunque marcada por ausencias y sombras, también está tejida por una luz que no se apaga.
Una luz que no se vende. Que no se grita. Que no necesita un título.
Sólo necesita ser vivida.
Hay cuentos que no se leen con los ojos, sino con la memoria del alma. Este es uno de ellos.
El niño con estrella nos habla de lo distinto, de lo que brilla en silencio, de aquello que el mundo no sabe cómo tratar… y muchas veces, maltrata.
Porque todos hemos sido ese niño en algún momento: observados, incomprendidos, silenciados, o incluso expulsados.
Pero el cuento no habla del rechazo, sino del resplandor interno, ese que no necesita ser aprobado, sólo aceptado.
Comparto este relato y con los textos recientes que he escrito sobre la compasión, el dolor y el alma.
🌌 Aquí el cuento:
https://youtu.be/9-7S8No9iVc?si=PckxsB3qGKWXV8tV
(Gracias al canal Narrador de cuentos)
No hay comentarios:
Publicar un comentario