Hubo un momento, hace años, que guardé en una caja cerrada dentro de mí.
Un instante en el que, por una decisión ajena, por una dosis equivocada, por una mirada fría y lejana desde el otro lado del escritorio…
sentí que me arrancaban algo esencial.
Recuerdo el filo del metal.
No por deseo de daño, sino por el grito ahogado que no encontraba salida.
Una desesperación que no era mía, que no nació de mi alma,
sino del efecto tóxico de una sustancia que alguien, con un título y sin alma, consideró “adecuada”.
No lo hice.
Algo dentro de mí —más fuerte que esa tormenta química— me dijo que no era el final.
Que no era yo.
Y tenía razón.
Con el tiempo, fui entendiendo.
No todos los que llevan una bata saben cuidar.
No todos los que recetan, piensan en la historia única de cada ser.
Algunos simplemente repiten. Diagnostican sin mirar. Medican sin escuchar.
Y otros, peor aún, olvidan que tratan con personas, no con números ni manuales.
Hoy puedo mirar atrás con claridad.
No como víctima, sino como sobreviviente.
Ese episodio no me define.
Lo que me define es haberlo superado.
Escribir, pensar, reconstruirme.
Dar nombre a lo innombrable sin necesidad de acusar, pero sí de honrar mi verdad.
Ya no escondo esa caja.
La he abierto con cuidado.
Y aunque duele, ya no me domina.
Ahora la uso como parte de mi fuerza.
Porque sé que mi vida vale.
Porque sé que merezco ser tratado con respeto, como todos los seres humanos.
Y porque, aunque a veces la herida arde, también florece algo nuevo desde ahí:
una voz que por fin se escucha a sí misma.
Y que ya no se calla.
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