Desde los balcones de la historia, veo cómo Europa se desmorona, no con bombas ni ejércitos, sino con silencios cómodos y leyes que olvidaron a sus propios hijos.
No es una guerra tradicional.
Es una guerra demográfica, cultural y espiritual.
Y ya comenzó.
Se quiere conquistar Europa desde los úteros, no desde los campos de batalla.
Mientras los pueblos fundadores de Occidente apenas sobreviven, trabajan y se esfuerzan, otros llegan, se reproducen sin límites, y viven de subsidios pagados por aquellos que sostienen aún el sistema.
Eso no es integración.
Eso es reemplazo.
No odio al migrante.
Pero sí cuestiono al modelo político que lo trae sin filtros, sin exigencias, sin reciprocidad.
Porque lo que estamos viendo no es diversidad: es la fragmentación silenciosa de una civilización.
Las mujeres no pueden caminar libres en muchas ciudades europeas.
El cristianismo es tratado como folclor, mientras otras religiones imponen reglas en espacios públicos.
Los europeos callan por miedo a ser llamados racistas.
Y ese silencio es el nuevo disparo.
Esta guerra no es contra personas, sino contra una estrategia que debilita a los pueblos originales, divide a las mayorías y asfixia lentamente la cultura que dio al mundo arte, ciencia, dignidad y derechos.
Yo no odio.
Yo observo.
Y me duele.
Porque si Europa cae, no habrá quien defienda lo que aún nos queda de libertad.
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