Desde muy joven sentí que el mundo me pedía cosas que no tenían sentido para mí. Me decían que tenía que ser exitoso, tener una carrera “formal”, una pareja, hijos, una casa, un auto, y mantener todo eso con un trabajo que, en la mayoría de casos, ahoga más de lo que nutre. Una interferencia entre lo que soy y lo que esperaban de mí.
Con el tiempo entendí que gran parte de lo que llamamos “vida normal” está lleno de presiones externas disfrazadas de metas propias. Y cuando lo descubrí, empecé a soltar. A alejarme. A decir que no.
Me alejé de relaciones porque sabía que el deseo no viene sin consecuencias. Tener sexo, tener una pareja, tener una familia... puede sonar bonito, pero en mi experiencia, siempre había algo más debajo: responsabilidades, exigencias, compromisos, y el riesgo de traer un hijo al mundo solo para repetir una historia que no quise para mí. Preferí no jugar con eso. No por miedo, sino por respeto.
También me alejé de muchas personas. No por orgullo, sino por protección. Desde el colegio conocí gente tóxica.
A veces me siento culpable, lo admito. Porque la sociedad te programa para creer que si no sigues el camino estándar, estás fallando. Pero luego salgo a caminar, respiro, me detengo bajo el cielo abierto, medito, y la culpa se disuelve. Vuelve la paz. Me doy cuenta de que estoy donde debo estar.
No busco fama, no busco validación. No quiero una vida llena de logros vacíos. No quiero reproducirme solo porque se espera. No quiero acumular dinero para luego ser uno más que se olvida de lo que es tener hambre de alma. Me niego a eso.
Yo renuncié al ruido. A las voces ajenas, a las imposiciones. Y en ese vacío, empecé a encontrarme. No tengo todo resuelto. Pero tengo lo esencial: consciencia, integridad y un espacio interior que no está en venta.
Tal vez no sea el camino más fácil. Pero es mío.
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