En muchas comunidades, la iglesia es un lugar de refugio, especialmente para personas mayores que buscan consuelo en la palabra y en la costumbre. Pero a veces, ese mismo espacio puede generar tensiones invisibles.
En cierta parroquia, por ejemplo, era común ver a mujeres mayores desmayarse durante la misa. No una vez ni dos, sino con frecuencia a lo largo de los años. Las razones no estaban claras. Podía tratarse de ayunos prolongados, baja presión, una atmósfera calurosa o cerrada… o quizás de algo menos evidente: el impacto emocional del mensaje, la intensidad de la ceremonia o el tono exaltado de los sermones. En algunos casos, el volumen elevado del micrófono o la forma en que se proclamaban ciertas palabras podía resultar más angustiante que consolador.
Mientras algunas personas encontraban alivio en ese tipo de ritos, otras comenzaban a distanciarse. No por rechazo a la fe, sino por necesidad de cuidar la salud mental y emocional. Porque no todo lo que parece espiritual necesariamente trae calma, y no toda búsqueda de conexión interior debe pasar por los mismos canales.
Para algunos, la verdadera paz se encuentra en el silencio, la meditación, el contacto con la naturaleza o prácticas como el reiki, el ASMR o la introspección personal. No se trata de oponerse a la tradición, sino de elegir el camino que mejor sintoniza con la propia sensibilidad.
Cada quien tiene derecho a cultivar su bienestar de la forma que más lo nutre. Y en tiempos donde la salud mental es más comprendida, protegerla no es un acto de egoísmo: es un acto de lucidez.
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