Hubo un tiempo en la historia en el que actuar con deshonestidad tenía un precio alto. Desde el Imperio Romano hasta el Sacro Imperio Germánico, las sociedades, aunque rústicas y muchas veces duras, tenían algo claro: si uno quebraba la ley o traicionaba la confianza del pueblo, las consecuencias eran inmediatas y contundentes. Había una lógica —brutal tal vez— pero efectiva: el miedo al castigo disuadía a muchos de hacer el mal.
Hoy, en pleno siglo XXI, nos enfrentamos al extremo opuesto. Las consecuencias han desaparecido, o peor aún, se han invertido. Se premia más al que delinque que al que actúa con honestidad. Se protege al agresor con tecnicismos legales, mientras la víctima queda en el olvido. El funcionario corrupto sigue en su cargo con fuero y sueldo, mientras el trabajador honesto lucha para comer con el salario mínimo. El ciclo se repite: hago mal, y recibo recompensa. Hago bien, y apenas sobrevivo.
Esta inversión de valores no es un accidente. Es el producto de sistemas débiles, instituciones infiltradas por intereses y una cultura donde el derecho se ha vuelto excusa para no actuar con justicia. Se ha debilitado la autoridad moral. Las familias ya no educan, las escuelas ya no forman el carácter, y las leyes no castigan. Lo que era un tejido social se ha vuelto una malla agujereada por donde se escapa todo lo valioso: la disciplina, el respeto, la ética.
Y el daño es profundo. Las nuevas generaciones crecen viendo que el crimen paga. Que ser "vivo", "ventajoso" o "tramposo" es la vía rápida al éxito. Mientras tanto, los principios que sostenían sociedades sanas —honestidad, responsabilidad, servicio— se extinguen como especies antiguas. La figura del ciudadano correcto ha sido desplazada por la del oportunista.
No se trata de volver al látigo ni a la horca. Pero sí urge recuperar el sentido de consecuencia. Una sociedad que no castiga el mal, lo cultiva. Y una sociedad que no premia el bien, lo pierde. El equilibrio moral no se logra con discursos inclusivos ni con reformas tibias: se logra con reglas claras, valores sólidos y consecuencias reales.
Hoy más que nunca, hace falta reconstruir ese contrato moral. Premiar al honesto. Proteger al inocente. Castigar al corrupto. Tal vez no tengamos imperios como antes, pero sí podemos tener carácter. Y sin carácter, ni la justicia ni la sociedad sobreviven.
Para ilustrar cuán distorsionado está el sistema, basta mirar dos realidades concretas:
Perú
-
El Instituto Nacional Penitenciario (INPE) confirma que mantener a un recluso cuesta S/ 30 diarios (casi S/ 900 mensuales); solo la comida representa S/ 7 al día. infobae.com
-
A partir de enero de 2025, el salario mínimo sube a S/ 1 130 mensuales (unos S/ 37 por día). reuters.com
-
Resultado: el Estado destina al preso casi el 80 % de lo que recibe un trabajador a tiempo completo por su esfuerzo honesto y el recluso lo recibe de forma pasiva.
Estados Unidos (ejemplo: Nueva Jersey)
-
El presupuesto oficial 2025 fija el gasto en la prisión estatal más representativa entre US$ 128 y US$ 214 diarios por interno ( US$ 46 800–84 800 anuales). en.wikipedia.org
-
El salario mínimo federal sigue en US$ 7.25 por hora, unos US$ 58 al día para una jornada de ocho horas. minimum-wage.us
-
Un preso común en Nueva Jersey puede costar 2 a 4 veces lo que gana un empleado que limpia mesas o cuida ancianos a salario mínimo.
Esta disparidad envía un mensaje envenenado: el crimen no solo paga… se subvenciona.
Mientras no cambiemos esta mentalidad estamos destinados a repetir el ciclo negativo y atraer más de lo que no queremos.
El reto es recuperar el principio tan antiguo como vigente: quien actúa mal debe pagar; quien actúa bien debe prosperar. Solo así saldremos del caos moral hacia un nuevo equilibrio.